Article publicat a La Vanguardia el 23 de març de 2023.

Si Borges escribió que se imaginaba el paraíso en forma de biblioteca, Francis Button resulta que definió su hogar como el lugar donde estaban sus libros. En realidad, somos nuestros libros, el resultado de tantas lecturas acumuladas. Si en una casa no vemos libros, es que no hay nadie. Al menos, nadie que nos pueda interesar. El único problema de los que amamos los libros, de los que nos gusta sentirnos rodeados por ellos, es que pueden acabar colapsando nuestro hábitat. Le pasó al poeta Joan Brossa, que no podía recibir a los amigos porque hasta las sillas para sentarse se habían convertido en anexos de su biblioteca. E incluso el suelo acumulaba columnas de obras que, a veces, se derrumbaban con estrépito.

Es por eso por lo que hay autores como Sergi Pàmies que han decidido que por cada libro que entra en casa, deben renunciar a otro, para no ser expulsados del apartamento por sus autores favoritos, que no pagan alquiler por residir en sus estantes. Es algo doloroso, porque hay que ir eligiendo víctimas propiciatorias entre ilustres literatos. Lo hacía Joan de Sagarra, que fue pionero en depositar libros junto a una fuente, para que otros los pudieran disfrutar sin coste.

Para qué sirven los libros se pregunta Marta D. Riezu en su ensayo Agua y jabón. Y ella misma responde: convierten la palabra en un objeto circulante de alto valor moral, y no caducan. Y añade: “Un motivo para leer, además de informarse o entretenerse, es porque los libros nos despiertan y también pueden ayudarnos a construir nuestra vida, al depositar en nuestro interior la fuerza para avanzar”.

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